Vistazo Crítico Transversal 15

RADICARSE EN LA CAMA
Por Pablo Romero.
(Montevideo)

Los niños se acaban de dormir. Morfeo oficia de cómplice que ayuda con un poco de respiro para acercarme a algunas lecturas que me interesan mucho y que llevo atrasadas -siempre me sucede esto, en una lucha perdida contra la falta de tiempo y la finitud-. Mientras prendo un cigarrillo –peligrosa manía que me está afectando últimamente- y busco el libro que quiero continuar leyendo, me distraigo un segundo con un suplemento cultural de un diario local, que está tirado -vaya a saberse por qué imprudencia o accidente- a un lado de la biblioteca. Al levantarlo, está abierto en sus páginas centrales y me encuentro con algo que llama mi atención y cambia mi lectura programada, al menos en su inicio: una pequeña entrevista a Dolly Muhr, la última esposa de Juan Carlos Onetti, compañera y cómplice por cuatro décadas del autor de El pozo, La vida breve y Los adioses, entre otras obras de relevancia en la literatura uruguaya (y más allá). La leo y sin querer me encuentro de nuevo en esa atmósfera onettiana que hace unos cuántos años no respiraba. Me quedan muchas sensaciones instaladas, pero de alguna forma las imágenes me llevan a aquella de los últimos 20 años de Onetti, acostado en su cama, lugar del cual ya no salía. Allí, acostado, escribía e incluso daba algún retrato de un escritor). Dolly, quien pasaba a máquina todo lo que Onetti
escribía, fue también su fiel compañera en esas dos décadas en las que el
autor decidió radicarse en la cama. Pienso sobre esto y mi cabeza deriva
hacia cuestiones que tienen que ver con esos mundos paralelos en los que
muchas veces se instala un escritor, un artista, un filósofo y otras
especies similares. Radicarse en la cama. A veces en la locura. A veces en
márgenes que se tornan insoportables y que han acabado en suicidios o otros tipos de renuncias al mundo circundante. Quizá el precio de jugar con los límites. Sin pertenecer a ninguna de esas especies, sin embargo los vericuetos de la razón, del enfrentarme a las lecturas, a la vocación (con resultados torpes) de escribir, de pensar el mundo, de pensarme, de pensar y re-pensar, de definir y re-definir fronteras, más de una vez me han llevado a ciertos aislamientos temporales en un mundo que corre paralelo al que me tiene todos los días en actividades de "tierra firme". Y he sentido algo que podría identificar claramente como miedo. Como miedo a perder una cierta cordura funcional. A radicarme en una cama y abrazarme definitivamente a un mundo poblado de personajes literarios, de aventuras intelectuales que no necesitan del mundo de "tierra firme". Pienso que a veces necesito más tiempo para leer y escribir, para producir lo que quiero producir, que es sobre todo una necesidad existencial. Y mientras escribo esto me acuerdo de una compañero de facultad que una vez me dijo que su pareja le estaba quitando tiempo para su proyecto intelectual, que había que saber administrar bien esos tiempos, en los cuales los otros se nos pueden tornar un estorbo en el tiempo de navegar rumbo a la obra propuesta. Y de Kafka que pasó un buen tiempo encerrado en su habitación, de la cual sólo salía para buscar comida y adonde volvía para continuar escribiendo en penumbras. Evidentemente, parece que en ciertos casos de este tipo hay un precio a pagar, ya sea por radicarse en la cama o por no hacerlo. Algunos han encontrado equilibrios aparentemente más "sanos". Pero esa imagen de Onetti, fumando, tomando un whisky, acostado entre papeles, garabateando y tomando algún barbitúrico, vino a visitarme en esta madrugada e instaló durante algún rato un fantasma seductor y peligroso. Y otra vez el miedo me llevará, supongo que por suerte, de nuevo a la cama, a dormir abrazado a esos otros.

Abrazos.

Pablo

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